Diario de Viaje 
Por: Pablo Íñigo Argüelles

En este país llueve cada cinco minutos. Lo hace de una forma descomunal y rápida, como si las nubes tuvieran prisa de llover.

La gente de aquí (los que son de aquí desde antes que la tierra padeciera pertenencias) sabe bien cuando una de esas lluvias súbitas se acerca: se preparan, casi sin ver.

Los extranjeros desprevenidos hacen aspavientos, corren, lloran, se esconden, resbalan, sostienen sus toallas, sus libros policiacos, sus novelas de aeropuerto, sus bronceadores en botella, sus vasos de ron, y se esconden bajo palapas frágiles y miran llover aterrados, como si nunca hubiesen visto llover.

Pero los que habitan este país son unos con la lluvia y el cielo. Simplemente saben.

Cuando llueve, llueven todos.

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Antes de que esto fuera un país era un manglar, y antes de que esto fuera un manglar quizá fue lava; y antes de que esto fuera lava solo fue un puñado de tierra incomprendida con organismos tan pequeños como neuronas, ignorantes de que en su interior contenían pedazos de cosmos, o lo que hoy el hombre común conoce vulgarmente como “vida”.

Pero regresemos al punto en el que esto era un manglar deshabitado, allá, cuando el mundo era pequeño y las fronteras tan próximas como las de la recámara de un adolescente; allá, cuando uno todavía podía decir que había descubierto un océano.

Lagartos invisibles moviendo las ramas, familias de monos ausentes chillando reclamos, aquí, allá; un pájaro explorador y espontáneo, vigía.

Una lluvia de cinco minutos.

Luego, sol.

Otra lluvia de cinco minutos.

Luego, nada.

Gonzalo Guerrero imita los pasos de un gigante que ha llegado a una tierra nueva. Y no por ser gigante es que da esos pasos, sino porque el peso de sus ropas y de su naufragio le impiden mover las piernas con la plena libertad de quien viene a conquistarlo todo.

Sortea las olas, se entierra en la arena, se rinde a la costa.

Guerrero ha preferido ser marinero a quedarse en la aburrida Huelva siendo un soldado. Ha preferido adherirse a una compañía de ultramar, que pasar una vida miserable en algún campo terroso haciendo patria.

Gonzalo Guerrero perdió a casi todos sus hombres cuando una tormenta huracanada —de esas  súbitas— hundiera el barco en el que pretendían llegar a alguna otra tierra que tampoco conocían.

Sólo llegaron ocho a la costa,   y de ellos, tan sólo dos (él y un tal Gerónimo) sobrevivieron a un festín caníbal casi por accidente.

Qué vueltas dará la vida que, años después, Gonzalo Guerrero, con todo y su morrión y su barba, sería nombrado excelentísimo Jefe Maya.                       

Quién de nosotros podrá decir alguna vez que ha roto las fronteras.

Quién de alguno de sus seguidores en Instagram ha descubierto alguna vez una península.

Quién ha dejado su jodida condición para convertirse en Jefe Maya.

Gonzalo Guerrero descubrió sin querer la península de Yucatán y nunca lo supo.

Gonzalo Guerrero aprendió a saber, cuándo una de esas lluvias súbitas se estaba aproximando.

Y yo aquí, tirado, con prisa de llover.

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En este país, el país del all inclusive, todos me preguntan, a la menor provocación, si sufro de alguna alergia o si presento alguna restricción alimenticia.

Lo anterior con el único propósito de que no me les muera yo en el pleno restaurante y haga el ridículo.

Mientras me pregunto si cuando digo que no tengo alergias no estaré tomando un riesgo innecesario, me pongo a pensar en que el all inclusive es una ilusión, un espejismo en el que se nos aparenta tenerlo todo en calidad gratuita.

Pero aquí, en este país, lo único gratuito es la lluvia.

¿En el país de junto también lloverá cada cinco minutos?

Seguiré contando.

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PS

Uno ya no puede dar likes a gusto en Facebook porque ya lo están volviendo fan destacado.