Figuraciones Mías 
Por: Neftalí Coria / @neftalicoria 

Nunca creí que se acercaría a mí aquel hombre que desde muchos años antes, conocía su figura, porque lo encontraba en cada café de los que yo frecuentaba, y en alguno de los bares a los que por las noches, después que la soledad me pesaba, llegaba a ir al menos tres veces por semana. Era común verlo pagar con monedas de a peso y contarlas con minuciosidad sobre la mesa del café. Hacía montoncillos de monedas y al menos las contaba dos o tres veces, trasladándolas de un lado a otro hasta estar seguro que la cantidad estaba completa.

Era blanco como los indefensos, de piel transparente y miraba a las muchachas con tal fruición que muchas veces, pasaba su lengua blanca por los labios como quien saborea un fruto maduro. Sonreía por nada y era de los que saludan sin conocer. Yo nunca le devolví el saludo, nunca. Era tal mi repugnancia, que algunas veces cambié de silla en la mesa del café, con tal de quedar de espalda. Me miraba con cierto descaro, aunque esa mirada no era en exclusividad para mí, sino así era su costumbre para mirar a cualquiera. Miraba sin importarle que a las personas en las que se fijaban sus ojos se dieran cuenta que les observaba. Casi siempre vestía camisa blanca en lo general y abrochado hasta el último botón superior de la camisa. Era notorio que el cuello casi siempre estaba sucio.

Llegué a creer que no se daba cuenta del desprecio que en mí era evidente. Yo creía que era de esos que son incapaces de notar cuando son despreciados o humillados, aunque me parece que muchos de ellos, lo ignoran por sometimiento. Ese hombre no me parecía que fuera de esos, de los que también por ignorancia, nunca se enteran de las humillaciones recibidas. Por el contrario, llegué a pensar que era un cínico que se burlaba de mí en el propio saludo que nunca tuvo respuesta, ni a su reverencia absurda. Su presencia –desde que lo recuerdo–, era una permanente figura de la mediocridad y la soledad de un hombre que además parecía andar contento por el mundo.

En sueños lo vi con un hacha en las manos amedrentando a un perro pequeño que no podía defenderse. Lo vi partirlo y el chillido del perro tatuaba el sueño de horror. Luego me miraba con una sonrisa estúpida y el brillo del hacha sobresalía. Desperté con la última imagen del sueño en la que volaban golondrinas. Porque la conclusión del sueño, era un cielo rojo, poblado de golondrinas rápidas como cuchillos negros.

Y hoy todavía me persigue la imagen del vuelo de las golondrinas con la que el sueño en el que principalmente, estaba ese hombre, finalizaba: veo las golondrinas todavía y no las visiones previas, en la que resplandecía el hacha, o sangraba el perro partido en dos, o aquella mirada de aquel hombre que en el sueño clavaba sus ojos en mí, como miran los asesinos y en nada se parecía a la mirada estúpida y descarada que en la realidad la gente le perdonaba, y digo que la gente perdonaba, porque había los que en los cafés si lo saludaban quizás por esa conmiseración que también provocaba su figura.

Todavía hoy, despierto y dormido veo las golondrinas volando. Poco después de un mes del sueño de las golondrinas, fue que repentinamente sucedería. El hombre se acercó a pedirme un cigarrillo. No esperaba nunca que se me acercara, ni lo creía capaz, porque además su aspecto, además de imbécil, es el del tímido e indefenso. Cómo pude soñarlo matando a un perro y con una imponente crueldad. Desde que lo conozco, también he notado que ha envejecido y se ha encorvado un poco, con una especie de joroba que lo hace todavía más vulnerable. Es un hombre que vive con su madre anciana a la que cuida y y de la que recibe los regaños que suenan ridículos. Ambos viven en una de las casas del centro de la ciudad.

–Regálame un cigarro –me dijo–, tengo nombre me llamo César.

Me dio asco su mano cuando cogió la cajetilla y sin esperar mi respuesta, sacó un cigarrillo.

–Enciéndemelo –me ordenó.

–No traigo encendedor – le dije.

–¿Fumas y no traes encendedor?

Hizo un gesto como si se burlara, y sin decir más, se llevó la cajetilla de cigarros y se fue corriendo. Me enojó primero y quise alcanzarlo, pero preferí tranquilizarme ante el resto de la gente que vieron claramente lo que había sucedido esa mañana en la cafetería donde el hombre de camisa blanca, era conocido. El mismo extrañamiento que a mí me había provocado aquel suceso, también consternó a los demás, porque ese hombre nunca hablaba salvo para pedir el café. Su voz me había parecido que ni siquiera correspondía a la persona que la estaba emitiendo y que además me estuviera hablando con una atrevida confianza.

A lo lejos lo vi caminando con el rumbo del siguiente café. Seguramente para buscar que alguien se lo encendiera. Aquel acercamiento fue lo más extraño. En un principio me conformé con decir que estaba loco y que desde siempre, lo había estado. Tuve lástima y me arrepentí un poco por detestarlo. Pero lo que vendría después me alertó de una manera claramente horrorosa.